De escribir.
2016

Alguna vez el querido Tomás Granados me pidió un breve ensayo acerca del tema de los libros y la lectura en México y el asunto me dejó pensando sobre nuestra inopia literaria. Cuando era niño tuve una maestra de español que tenías dos características, la primera física ya que tenía bigote y la segunda probablemente también ya que siempre sospeché que se había pegado en la cabeza en función de los libros que nos obligaba a leer y que sospecho alejaron a más de la mitad de mis compañeros del proceloso mar de la literatura. Recuerdo Platero y yo y recuerdo también que pensé en ese momento que si el libro hubiera sido persona sería una tía gorda muy pintada y cursi que yo tenía.
Siempre he sostenido que debe leer aquel a quien le dé la gana y tratar de no forzar las cosas. Tengo dos hijos; María es una ávida lectora y Fedro, la última vez que vio un libro fue cuando estudió los estómagos de la vaca. En ambos casos estoy muy satisfecho y entiendo que hay aficiones y aficiones, pretender que la gente lea a huevo y sin convicción es una de las cosas más estériles que conozco.
Dicho lo cual pasemos al proceso editorial. Lo primero y más sencillo, aunque parezca increíble, consiste en mirar al techo e idear una historia que con el tiempo y la paciencia suficiente se convertirá en un manuscrito. Bien, entonces el aspirante a escritor llega a una editorial, se presenta y dice: “yo escribí esto”. La respuesta normalmente es lapidaria: “nos toma aproximadamente seis meses dictaminar y no damos adelantos ni regresamos manuscritos”. Este filtro es una muralla formidable ya que si uno no ha escrito cosas como: “Diez ideas para volverse millonario”, es muy probable que se sufra un rechazo que orilla al aspirante a dedicarse a algo productivo.
En el remotísimo caso de que el libro aceptado viene el proceso editorial en el que uno se puede enfrentar a diversas calamidades. Hace algunos años escribí una novela. Dicté por teléfono un párrafo y la joven que lo tomó lo transcribió de la siguiente manera: “abordó el auto y se instaló en el aCiento trasero”. Casi me dio una embolia ya que se trataba de la primera página.
Finalmente el libro es publicado y llega a las librerías y ahí ocurre uno de los misterios en que ambos actores se reparten culpas. Los distribuidores dicen que los libreros piden cuotas por colocar obras, que son como “Chucho el Roto” y que así no se puede. Los libreros argumentan que los distribuidores son huevones y no surten los pedidos una vez que los libros se acaban.
Un último factor de esta ecuación es el afán por las novedades. Las librerías necesitan libros nuevos con la avidez de una piraña y entonces los libros duran en estantes lo mismo que la vida de una mosca y se refunden luego en las zonas más lejanas del tráfico de los lectores. Además, y de manera emergente se han puesto de moda los libros electrónicos. Nada tengo contra ellos, como dije cada quien es libre de hacer de su vida un papalote. Sin embargo, los ancianos como el que esto escribe (siempre quise escribir la mamarrachada de “como el que esto escribe”) sentimos que nada se compara con tener un libro de papel en las manos, marcar sus páginas, olerlo e inclusive pensar en él como un patrimonio hereditario que en algunos casos es invaluable. Finalmente hay aquellos que no han entendido que ser escritor es un oficio, lo mismo que el ser carpintero o mecánico. Los oficios hasta donde entiendo implican un pago, pero como hay esta idea romántica y ñoña de que “se crea”, algunos escritores aceptan que su obra se publique sin cobro alguno ya que lo que quieren es transmitir ideas y no hacerse millonarios. Qué bien por ellos pero yo daría un brazo porque cualquiera de mis libros fuera un éxito de ventas, señaladamente para no sentir que no se me lee porque soy un bodrio (lo cual por cierto, es probable).