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Medicinas

04 diciembre 2024
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Nunca fui afecto a las medicinas, mi padre le atribuía un valor curativo universal al vick vaporub (como lo hace esa cosa que es el Secretario de Salud) y al sidral mundet. Alguna vez mis progenitores se fueron de viaje y una perra que vivía en la casa se murió. Como no le hicieron autopsia se sospechó que pudo haber sido rabia y entonces vino el infierno. Se decidió (sin consultarnos) que deberíamos recibir mi hermana Claudia y yo 14 inyecciones en el estómago, eran infernales; yo nomás de ver la aguja empezaba a sufrir convulsiones, dolían como el carajo y años después maldije a la ciencia médica que no halló antes una cura menos violenta para una enfermedad que nunca supe si tuve.
No soy afecto a los medicamentos, mi botiquín es simplemente vergonzoso y caduco, tengo fobia al sistema hospitalario del que he sido usuario como da cuenta la siguiente historia que elaboré para un libro:
--Traigan a Florita, fue mi petición de náufrago moribundo.

El doctor Orellana asintió mientras acariciaba su barba blanca de viejo sabio.
Llegué al hospital en un momento muy confuso de mi vida, separado y viviendo solo, a trompicones de culpa y ansiedad. Una noche bebí de más y me acosté entre temblores y fibrilaciones. Desperté y me refugié en el baño, probablemente la peor noche de mi vida, mi garganta se dañó y perdí la voz de manera irremediable. Por la mañana me encontró Susana, la mujer que hacía las tareas domésticas en mi hogar y gritó del puro susto. Alarmada llamó a mi pareja ¿o ex pareja? que había dejado la casa unas semanas antes y a la media hora llegó Georgina, con voz de mando y anticipando mi negativa dijo:
--Nos vamos al doctor ahorita mismo.

Obedecí de inmediato. No estaba yo para alegar ni muchos menos descartar la ayuda de la mujer que amaba. Lo que pasó después fue una comedia de errores porque como necesitábamos un diagnóstico y era viernes santo a Georgina se le ocurrió ir a una de esas farmacias de pacotilla donde te diagnostica un señor tan confiable como Nostradamus. Por fortuna no estaba y entonces me llevó al hospital XXX donde nos recibió una señorita circunspecta que cambió de inmediato su talante cuando supo que tenía yo un seguro médico.

Me recibió el doctor Orellana. Si alguna vez las enciclopedias decidieran poner una fotografía debajo de la entrada “médico” sería la de este hombre; Orellana con su límpida bata y el estetoscopio colgante era un hombre de unos setenta años con lentes de pasta y barba y bigotes que descendía por debajo de una enorme nariz de ave rapaz. El pelo blanco y ligeramente largo intelectualizaba su aspecto. Me produjo de inmediato simpatía. En el momento que le daba la mano lo vomité de forma convulsiva.

Me llevaron a una sala en la que, después de limpiarme, me pusieron una bata anómala. Era de lana con motivos azules y tenía una abertura vertebral que permitía ver mis nalgas sin que me quedara claro la razón de tal diseño. Luego procedieron a acostarme y registrar signos vitales; presión, pulso y temperatura. Acto seguido tomaron una placa y decidieron junto con Georgina -ellos no sabían que se había ido de la casa- que me tendría que quedar para evitar complicaciones…ahí empezó el calvario.
En pleno viernes santo.
Me llevaron a un cuarto en silla de ruedas y entonces me percaté que el hospital XXX era un cuchitril; en la cabecera un cuadro de palmeras borrachas de sol enmarcaba mi convalecencia. El sofá que enfrentaba la cama era de un material sintético muy similar al de una llanta de tractor y el baño una desgracia, con regadera de cortina y excusado que desaguaba imperfectamente. Posteriormente introdujeron una aguja en mi antebrazo derecho y a través de ella me conectaron a una máquina que proveía suero, potasio, analgésicos, antibióticos y un moretón que me duró un mes.
Entonces llegó Rossy.
--¿Cómo nos sentimos hoy don Alberto? –inquirió muy sonriente.

Como nos sentíamos de la chingada nomás hice un gesto y elevé los ojos al cielo ya que nadie le explicó a Rossy que estaba mudo y que no me llamaba “Alberto”.
Me puso una especie de pinza en el índice y me pidió la “manita” y que hiciera una “arañita” con ella, ignorando, seguramente también, que tengo 57 años.
Georgina se ofreció a pasar la noche conmigo y en un gesto que jamás olvidaré, a llevarme el pato, lo que me dejó pensando si yo hubiera hecho lo mismo por ella y en consecuencia si el amor se puede medir de esa manera.

La primera noche no pegué un ojo, la pantalla de televisión del hospital XXX era de 19 pulgadas por lo que a la distancia no sabía si lo que se proyectaba era un partido de fútbol o una película rusa. Exactamente a la una de la mañana un perro, al que imaginé de treinta centímetros, empezó a ladrar compulsivamente. Llamé a Rossy y le pregunté. Su respuesta fue notable:
--Es de los vecinos y no podemos hacer nada.

Yo creo que ya estaba yo mal porque hice que despertaran a mi hija, que hacía guardia, y le dije que llamara a la Procuraduría Ambiental y de Ordenamiento Territorial para reportar al perro por ruido. Me miró como se mira a un loco, me acarició la frente y regresó a dormir.
Por la mañana llegó Orellana, se veía preocupado y llevaba una carpeta de la que saco un legajo de papeles que me mostró como si yo entendiera algo.
--Sus exámenes no son concluyentes amigo mío. Tiene bajos los glóbulos blancos, está deficiente en potasio y su sangre tiene menos contenido de oxígeno que la media. Además vimos algo de fibra en sus pulmones. Podría ser una enfermedad pulmonar obstructiva, pero no me aseguro un diagnóstico. Voy a tener que sacarle sangre arterial, es un proceso doloroso, se lo advierto.

Si no lo hubiera advertido, probablemente le habría hendido las costillas de una patada ya que el dolor, en efecto, era insoportable y con él, entré a mi segunda noche en esa mazmorra.

Georgina era una especie de diplomático que mediaba entre Rossy y sus “manitas” y el monstruo en que me estaba convirtiendo. Orellana seguía indagando sin éxito hasta que decidí resolverlo todo:
--Traigan a Florita.

Le expliqué a Orellana que Florita fue mi nana cuando niño, que venía de la Sierra de Ixtlán y que alguna vez la vi curar a mi tía Remigia con unas yerbas que metió en una gran olla para luego darle a beber una infusión que la reanimó.
El doctor Orellana, en lugar de sentirse agraviado, me explicó didácticamente:
--Durante muchos años nuestros ancestros observaron la naturaleza. A los animales y su comportamiento, también recolectaron plantas y a través de procesos empíricos, descubrieron sus cualidades y sus riesgos. La herbolaria es una disciplina profundamente respetable. En Tlatelolco en el siglo XVI Juan de la Cruz hizo uno de los manuales de herbolaria más completos que luego fue traducido por Juan Badiano y llevado a Europa. En 1990 Juan Pablo II lo devolvió al gobierno mexicano y lo notable fue que muchos investigadores cotejaron el Códice y encontraron que eran correctas muchas de las propiedades curativas ahí descritas.

Pese a mi malestar Orellana había captado mi atención. Le pregunté:
--¿Y ¿por qué la enorme desconfianza a los yerberos?
Orellana asintió:
--Dos son las razones, la primera es que, en efecto, el campo permite un hueco para que la charlatanería se pueda colar. Pero quizá el más relevante se debe a la enorme brecha que se ha abierto entre lo urbano, que es visto como algo moderno, y lo natural, percibido ahora como el atraso. Es por ello que ustedes asistieron a un hospital y no a un mercado, cosa que celebro, pero la verdad es que estoy abierto a todo tipo de opiniones y me distancio de la arrogancia de mis colegas médicos que, se lo digo aquí en confianza, son bastante mamones. Que venga Florita, pues.

Cuando vi a mi vieja nana estuve a punto de llorar, cosa que ella hizo en el momento que vio mi aspecto. Estaba vieja, la cara morena llena de surcos y la sonrisa entrañable de siempre. Le presenté a Georgina quien le dio un fuerte abrazo, algo sabía de ella a través de mis crónicas de infancia. Orellana le preguntó a Florita acerca de lo que necesitaba y ella pidió un paño, un recipiente con agua y que saliéramos de la habitación.

Recorrió todo mi cuerpo con una mano sobre la otra, sus ojos cerrados delataban concentración y después de varios minutos se dio por satisfecha y salió de la habitación sin decir nada. Entró Orellana y me explicó:
--Fue a comprar lo que necesita junto con su señora.
--¿Le parece que está bien doctor?
Inclinó los hombros:
--No tengo problema alguno. Creo, como le decía, que a veces pensamos que distanciarnos de nuestro pasado natural y refugiarnos en urbes asépticas nos hace más modernos y felices. No estoy seguro de que así sea y sí en cambio de que tenemos que integrar conocimientos, tender puentes y no muros.
Pensé brevemente en Trump. Orellana continuó:
--Nada se pierde con probar.
Llegó Florita, en la enfermería le habían ayudado a preparar lo que requería, traía un vaso de precipitados con una mezcla de color café que me ofreció para tomarla. Sentía la tensión, Orellana, Georgina, Rossy y la propia Florita observaban muy atentos como me llevaba el líquido a la boca mientras lo tragaba lentamente…
Sabía a mierda.
Creo que estuve un día sin recobrar el conocimiento, cuando abrí los ojos mi mujer ¿ex mujer? me miraba sonriente mientras me tomaba de la mano.
--Cuando delirabas dijiste que te llamabas Atahualpa Yupanqui.

Orellana me explicó que si bien al principio se habían alarmado porque me desmayé casi de inmediato después de probar la bebida preparada por Florita se habían tranquilizado pues mis signos se estabilizaron y 24 horas después se habían restablecido y los indicadores se encontraban en un estado normal.
--¿Qué me dio Florita? –le pregunté al doctor Orellana mientras me despedía de él.
--No tengo la menor idea, aunque le he pedido sus datos porque tengo muchísimo interés en publicar esta experiencia en los Anales de la Escuela de Medicina. Fue un gusto conocerle.
Me apretó las manos y se fue.

Georgina y yo volvimos a vivir juntos, Florita se quedó unos días con nosotros hasta que se hartó y regresó a su tierra. Una tarde recibimos una revista con porte pagado. Se trataba de los Anales, el artículo de Orellana se llamaba. “Una experiencia herbolaria… ¿es la alopatía la única solución?”.
No tuve más remedio que sonreír.

Con algunas licencias literarias esto me ocurrió hace algunos años.
Bien pasemos al tema de las medicinas, no descubro el hilo negro cuando escribo que es una obligación del Estado garantizar el abasto de medicamentos, para ello debe tener un sistema de salud robusto y eficaz. El señor Presidente se llenó la boca ofreciendo un sistema como el de los países escandinavos y la verdad (y dicho sea con todo respeto) tenemos el de Kuala Lampur. Citas a meses, desabasto, médicos que ganan lo mismo que mi mesa. La pandemia desnudó todo este sistema, ya que el primer absurdo fue tirar a la basura en Seguro Popular y crear una cosa que se llama Insabi con un gasto idiota y entre fracasos estrepitosos por lo que lo extinguieron y le generaron una sobrecarga al IMSS que reventará en poco tiempo y que ha quedado claro que sirve junto con 6 pesos para subirse gratis al Metrobús.

Copyright © 2023 | Fedro Carlos Guillén Rodríguez

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