México
25 diciembre 2024

Nací en México y a lo largo de mi vida he sido un observador fascinado de este país. Cuando niño fui objeto de tratamientos grado cuatro con el fin de que admirara y apreciara la grandeza de los mexicanos. Recuerdo mañanas heladas en las que se celebraban los honores a la bandera; los niños más pazguatos salían en formación de pacotilla y marchaban solemnes por el centro del patio. El resto los veíamos como se mira a un chotacabras. Más tarde cantábamos el himno nacional. Es probable que en ese momento climático se presentaran mis primeras dudas conceptuales acerca del patriotismo ya que me pareció ligeramente idiota cantar algo que no entendía. No sabía que era un bridón, ni tampoco las flautas que tocaba un arcángel divino, mucho menos comprendía la impronta bélica en la composición de González Bocanegra ya que para ese momento, mi formación escolar me había permitido entender que todas, absolutamente todas las batallas que emprendieron nuestros ancestros, se convirtieron en derrotas inexorables.
Un día fui a un partido de fútbol en el estadio azteca; se celebraba el mundial juvenil y México enfrentaba al equipo escocés. La porra de este cuadro se componía –supuse- por miembros de la colonia escocesa en México cuyos motivos de festejo –imaginé también- han de ser pocos. Se habían vestido con trajes típicos llevaban una gaita y faldas de colegialas. En algún momento del partido su equipo tuvo la mala fortuna de anotar un gol y en ese instante se fue todo con rumbo preciso a la chingada ya que mis compatriotas, enardecidos por el festejo de un viejito que tocaba su instrumento típico mientras alzaba los brazos, tuvieron a bien rociar a la porra escocesa con proyectiles diversos entre los que se encontraba el compuesto químico amoníaco (NH3), contenido en los meados de algún borracho cervecero. Esa fue mi segunda lección; los mexicanos tenemos un sentido del nacionalismo muy similar al del Führer, nomás que disfrazado de actitud benevolente y hospitalaria. Sin embargo, si algún imbécil declara –como lo hizo el gustado cantante Tiziano Ferro- que las mexicanas son bigotonas, el pueblo se amotina y exige un desagravio fulminante, a pesar de la evidencia creciente en el sentido de que somos una raza francamente fea y con vello capilar en zonas indeseables independientemente del sexo. Nuestro himno es el más bello, somos los más alegres y el mole poblano no tiene comparación con ningún otro platillo en el mundo. Alguna vez (lo he contado ya) presencié azorado como una señora respetable entraba en una discusión a gritos argumentando que la comida mexicana era la más rica y variada del planeta.
“Como México no hay dos” escribió Pepe Guízar y me apresuro a decir que esta condición de unicidad es una bendición planetaria; no imagino a los peseros nacionales asolando las calles de Bucarest o a los vendedores ambulantes rematando porquerías robadas en plena Plaza de Mayo. Nuestra tendencia al desorden y al desmadre es una tercera condición que ha llamado poderosamente mi atención. Siempre he mantenido la hipótesis –por cierto indemostrable- de que si un solo día se cumpliera la ley a carta cabal en nuestro país, sufriríamos un colapso de proporciones inconmensurables. La mordida, las técnicas para evitar formarse en una cola, la piratería o la beligerancia automovilística son prendas nacionales endémicas que sospecho intratables. Dos ejemplos: cualquier persona en pleno uso de facultades entendería que una señal en la que se advierte que se transita por una zona escolar y que es necesario disminuir la velocidad del auto es razón suficiente para hacerlo. Como no nos da la gana entonces se ponen topes, que son ingenios diseñados para que la señal se cumpla a huevo. Por supuesto a nadie se la ha ocurrido advertir que el tope es una muestra inequívoca de la renuncia de la autoridad a sensibilizar a los ciudadanos acerca de la necesidad de respetar las reglas. Me imagino a un funcionario escéptico sentado frente a un plano de la guía roji sembrando de topes los puntos conflictivos de la ciudad que son en los que los conductores se llevan a dos o tres cristianos por día. Me imagino también a los peatones que ven un puente diseñado para salvarles la vida y que esquivan porque les da hueva… México.