El largo brazo del tiempo
02 octubre 2024

La vejez es un fenómeno biológico inexorable. Un avión al que se le empiezan a incendiar los motores. Me di cuenta de que era viejo el día que a mis 56 años y en la compañía de mis hijos al entrar a un museo, me preguntaron si tenía la credencial que acreditaba mis 65 otoños de vida. El asunto inició una lenta picada que no puede mejorar con el paso del tiempo. Hará cosa de un año fui en mi bicicleta a la dentista. Resulta que el portero del edificio no estaba por lo que tuve que subir mi armatoste por unas escaleras empinadas con enormes trabajos ya que la bici no es pequeña y yo no soy fuerte. Un señor muy amable que salía de la consulta percibió mi esfuerzo y me auxilió. Le agradecí y entonces dijo la frase sepulcral: “qué bueno que a su edad todavía ande en bicicleta”. El último clavo en el ataúd se insertó cuando me di cuenta que en el súper mercado había una caja vacía cuando el establecimiento estaba a reventar vi un dibujo con algo parecido a un hombre con un bastón por lo que deduje astutamente que era para personas de la tercera edad y dado que cumplía esa premisa y tengo una credencial que lo acredita me dirigí con la cajera esperando que me pidiera la identificación. Nada… fue muy humillante como lo fue el día que le dije a María, mi hija, que si pensaban ir a la discoteca, me miró con ojos de huevo y acto seguido me aclaró que la modernidad había transmutados los lugares en los que un servidor hacía el ridículo bailando disco se llaman ahora “antros”.
Pero no me interesa hablar de mi declive, que es propio e inevitable, sino de los desfiguros que realizan aquellos que se acercan a la vejez. Sea.
Yo asisto a un club cercano a mi casa, no lo cuento porque sea particularmente interesante sino porque me permite observar un muestrario de la naturaleza humana, me fijo particularmente en personas de mi edad ya que ello me permite una comparación quizá infantil pero que es útil para saber cómo andan los años en mi persona. Bien, yo tengo 64 años y soy calvo desde que tengo memoria a pesar de los infructuosos esfuerzos de mi padre que seguramente padecía de una culpa asociada a los genes que me heredó. En el club hay muchos alopécicos y la mayoría no se han resignado, algunos usan unos peluquines temibles que dan la vaga sensación de que traen un gato atacando su cabeza. Otros se dejan crecer el pelo de la zona parietal para luego por medio de algún tipo de pegamento pasarlo sobre la coronilla, estos se meten a la alberca y nada en lo que los clásicos han definido como “de perrito” ya que el agua estropearía su arreglo como ocurre cuando se meten a las regaderas y entonces se advierte que cuelga una mata que llega al cuello. Es muy desagradable.
Otro problema asociado al temor a envejecer tiene que ver con pintarse las canas. Es muy raro ver un hombre con cara de pergamino y el pelo más negro que la noche como también lo es el auto deportivo en el que llegan utilizando anteojos bifocales para no estrellarse en tal bólido.
En mi ciudad, que es la de México hay un horror llamado “canta bar” en él se reúne gente madura (todos divorciados) a tratar de entablar romances mientras cantan ante un pianista que se nota muy cansado. Está uno sentado sin hacerle daño a nadie cuando de pronto aparece un señor entrado en años (dando por bueno que le hicieron una traqueotomía) cantando la de Gavilán o Paloma a los gritos: “¡Amigaaa hay que ver cómo es el amooor!”.
Otro vicio geriátrico se vincula con la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor. Es costumbre de viejos hablar de lo barata que estaba la vida de lo inútiles que son las nuevas generaciones y de que en sus tiempos se respetaba a los adultos, acto seguido le piden a sus nietos que les golpeen en el estómago para probar su dureza muscular.
En general los viejos somos desastrosos, somos tercos y nos importa menos lo que piensen los demás, hemos perdido una porción de coquetería y amabilidad que es tan útil en tiempos de juventud. Es el implacable signo de los tiempos.